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May Mora

Batalla del Cerro del Borrego. Orizaba. 13 de junio 1862


El sentido común y la lógica militar indicaban que, luego de la victoria en Puebla, el ejército mexicano debía rematar a los franceses y acabar definitivamente con la amenaza de intervención. En las semanas que siguieron al 5 de mayo, las tropas mexicanas hostilizaron a los invasores que se replegaron hasta Orizaba. Decidido a dar el golpe final en la ciudad veracruzana, Zaragoza esperó la llegada de refuerzos.

El 8 de junio de 1862, una división encabezada por el general Jesús González Ortega se incorporó al Ejército de Oriente. Es difícil saber si existía algún tipo de celo de parte del recién incorporado general zacatecano pues apenas en diciembre de 1860, González Ortega se había alzado como el gran vencedor de los conservadores en Calpulalpan, victoria que significó el triunfo de los liberales en la guerra de Reforma. En aquella batalla librada el 22 de diciembre, Zaragoza había combatido bajo las órdenes de González Ortega, pero ahora, los papeles se habían invertido.

Algo de soberbia asomaba en la personalidad de González Ortega; en ocasiones se disparaba solo. Días antes del ataque a Orizaba, por iniciativa propia, sin autorización del gobierno de Juárez, sin ninguna representación oficial, González Ortega tuvo la ingenua ocurrencia de escribirle a Dubois de Saligny –uno de los principales instigadores de la intervención y representante de Napoleón III para quien la palabra de honor no significaba nada-, proponiéndole un armisticio que llevara a un arreglo entre México y Francia. Saligny lo rechazó y con su acostumbrada arrogancia terminó su respuesta diciendo: “Vengan a atacarnos y verán en lo que se convierten sus ilusiones”.

Juárez puso el grito en el cielo ante semejante estupidez. Como militar, González Ortega no podía darse el lujo de jugar al diplomático; un general entablando pláticas con el enemigo -al que estaban por atacar- era éticamente cuestionable, podía ser considerado por la tropa incluso como traidor. Y jugar al político tampoco era opción, al no contar con ningún nombramiento oficial, ponía en tela de juicio la legitimidad del gobierno establecido.

Con mucha cortesía Juárez reprendió a González Ortega y de paso a Zaragoza. “Ni el general en Jefe puede ni debe provocar negociaciones diplomáticas con el Comisario francés –le escribió Juárez-. Sólo debe entenderse militarmente… De otra manera se da lugar a que el enemigo siga la vía que ha estado practicando, de promesas engañosas para ganar tiempo, sacar ventajas y paralizar nuestras operaciones”. Sin embargo, a sabiendas de que la situación en el campo francés no era óptima, don Benito autorizó a Zaragoza ofrecer al conde de Lorencez una “honrosa capitulación”, la cual fue rechazada.

Luego del infortunado incidente, Zaragoza preparó el ataque sobre Orizaba y envió a González Ortega a ocupar el cerro del Borrego, estratégica posición que le permitía a los mexicanos tener una panorámica completa de la ciudad. Pero González Ortega se durmió en sus laureles y durante la madrugada del 14 de junio, la fuerza que dejó para defender la posición decidió dormir en santa paz –un oficial declaró que estaban tan profundamente dormidos que algunos soldados no despertaron hasta que los franceses les hablaron- y cerca de la 1 de la madrugada fue sorprendida por los franceses que recuperaron el cerro.

En su parte al ministro de Guerra, Zaragoza mostró su enojo: “Por el descuido y la flojera en el servicio al frente del enemigo se ha perdido la única comunicación para atacar Orizaba y tomarla en pocos días”. A pesar de que las bajas mexicanas se contabilizaron en mil y el ataque a Orizaba ya no pudo realizarse, Zaragoza no acusó a González Ortega de negligencia o falta de pericia; el general zacatecano se justificó de todas las formas posibles, pero de todos era sabido que había sido su responsabilidad.

El fallido ataque sobre Orizaba fue la última oportunidad real que tuvo el ejército mexicano de acabar con la intervención antes de que iniciara formalmente. En las semanas siguientes, comenzaron a llegar los refuerzos franceses que para mayo de 1863 alcanzarían casi los 30 mil hombres y si bien entre julio y agosto hubo algunas escaramuzas entre ambos ejércitos, hacia mediados de 1862 la situación militar se encontraba en un impase. Zaragoza falleció sorpresivamente el 8 de septiembre de 1862, víctima de tifo. Su muerte cayó como una losa sobre la moral del ejército mexicano. Lo que no habían podido hacer las armas invasoras, lo logró una enfermedad. Con su muerte se desvaneció también la posibilidad de enfrentar a los franceses antes de que llegaran sus refuerzos, se abrió entonces un compás de espera que concluyó el 16 de marzo de 1863, cuando el ejército invasor regresó a Puebla para iniciar el sitio que concluyó con la toma de la ciudad y el inicio formal de la intervención francesaEndFragment

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