La Calle del Siervo Infiel (Anécdota o leyenda)
La calle sur 33 (entre Oriente 2 y Oriente 4-A) fue conocida hasta los últimos años del siglo XIX, como la Calle del Siervo Infiel.
El nombre tuvo su origen en el ingenuo romanticismo del siglo XVIII; y ha llegado hasta nosotros envuelto en el tenue velo de la leyenda.
Corría el año de 1770 y en la antigua 3ª. Calle de San Rafael, haciendo esquina con la 2ª. Calle de la Factoría (hoy Madero y Oriente 5), existió una casa solariega habitada por el Señor Marqués don Santiago de Ballesteros.
El Marqués de Ballesteros tenía como hijo único, heredero de sus numerosos títulos y de su cuantiosa fortuna, a un apuesto mancebo de nombre Felipe de Ballesteros.
Una apacible tarde de la bucólica Ulizaba de aquel entonces, Felipe, en compañía de otros dos nobles jóvenes amigos suyos, decidieron dar un paseo recorriendo sobre sus finos caballos las afueras de la población; y al displicente paso de trote de sus caballos para gozar del paisaje, se dirigieron hacia las Ciénagas de Tepatlaxco (hoy rumbo de la Concordia) y cuando recorrían una perdida vereda en cuyas exuberantes márgenes pugnaban por mantenerse en pie algunas maltrechas chozas de indígenas, se escuchó una apagada voz que gritaba: ¡Felipillo, Felipillo!
Felipe, al escuchar su nombre en una voz que le sonó familiar, giró las riendas de su caballo y lo aproximó hasta la entrada de un humilde jacal perdido entre los cafetos y las hojas de “mafafa”.
En una desvencijada silla, junto a la humilde vivienda, se encontraba, casi inmóvil por el reumatismo, un indígena anciano que había sido sirviente en la casa de los Marqueses de Ballesteros y quien, en los años de su infancia, fue el ayo preferido de Felipe.
El tiempo había transcurrido tendiendo un puente de olvido entre Felipe y su antiguo ayo; por lo que, una gran alegría con mezcla de conmiseración, se reflejó en el rostro de Felipe ante el inesperado encuentro de su querido sirviente.
El joven Marqués estrechó al anciano con grandes muestras de afecto; y de pronto retrocedió, lleno de asombro, al contemplar a una hermosa joven que se acercaba a ellos con paso tenue y ligero.
De delicadas facciones en el rostro moreno, ojos de un negro muy intenso como dos capulines y un cuerpo ligero y grácil como de joven gacela, la doncella saludó con una bella sonrisa a los tres jóvenes visitantes.
Aún se encontraba absorto contemplando la belleza de la joven mujer indígena cuando el hayo dijo a Felipe: “te presento a la pequeña Rosario, que es mi Ángel de la Guarda. Ella no sólo me ha dado cobijo en el calor de su hogar; sino que me ha prodigado su cariño y sus cuidados en mi larga enfermedad”.
La joven, con gran modestia y respeto, ofreció a los tres visitantes la fresca hospitalidad de un ancho y sombreado patio, donde todos tomaron asiento en sendos rústicos bancos, hechos ingeniosamente con pedazos de madera atados con fuertes bejucos.
La charla se generalizó entre los jóvenes y el anciano; y las barreras y convencionalismos de las diferencias sociales se derrumbaron ante el franco y cálido trato de los corazones jóvenes; y la admiración de Felipe por la hermosa doncella indígena, como por arte de magia, se transformó en la hoguera de un amor apasionado al que ella correspondió con la misma intensidad.
A partir de aquella tarde, las visitas de Felipe a la casa de Rosario se volvieron cotidianas; y ante la curiosidad del Marqués, el hijo confesó a su padre su firme resolución de contraer matrimonio.
El Marqués de Ballesteros que esperaba un heredero de su nombre y su fortuna, se mostró muy complacido y quiso conocer el linaje de la futura esposa de su hijo.
Felipe confesó a su padre su amor por la humilde joven indígena, y su inalterable intención de convertirla en su esposa.
Un desatado volcán de cólera irrefrenable brotó de lo más profundo del corazón del Marqués quien, con palabras hirientes como filosos puñales, le hizo saber a Felipe que si persistía en su intento, dejaría de ser su hijo y lo arrojaría del hogar.
Felipe le contestó: “Padre, yo siempre te he respetado; pero el valor de mi amor es más grande que tus bienes, tus títulos y tu linaje”.
El Marqués de Ballesteros no pudo contener la ira y completamente fuera de sí, azotó el rostro de Felipe con dos fuertes golpes de látigo, al tiempo que le decía: “Dejaste de ser mi hijo para convertirte en siervo, y como siervo serás tratado”
El desheredado hijo, ya casado con Rosario, trabajó como mercader de café en la sierra de Zongolica; y muy pronto vio florecer su devoto amor conyugal en un robusto bebé, al que pusieron por nombre Santiago, haciendo honor al abuelo, quien al correr de los años y en completa soledad, cayó enfermo de peste.
El Marqués de Ballesteros, ya viudo y abandonado de todos sus servidores a pesar de su fortuna, estuvo a punto de morir; y en completa inconsciencia, fue llevado por Felipe al humilde jacal que ocupaba con su mujer y su hijo en el barrio de Omiquila, que era reducto de indígenas.
Los solícitos cuidados de su hijo y de su nuera lograron sanar el cuerpo del altivo Señor Marqués; pero no lograron curar su vanidad y rencor.
El tiempo siguió su marcha; y con la espalda encorvada por el peso de los años, el Marqués volvió a enfermar. Hasta su lecho de enfermo acudieron un notario y un fraile de San José.
Confesó al Padre sus culpas y al notario dictó el legado de su cuantiosa fortuna.
Alzando fuerte la voz para enfatizar sus palabras, hizo escribir al notario esta perentoria sentencia:
“Nombro único heredero de los títulos de mi linaje y de toda mi fortuna a mi nieto SANTIAGO DE BALLESTEROS; y para el siervo Felipe, por haber sido azotado en la cara con el látigo de los siervos y por haber sido infiel a su raza y a su linaje, sólo dejo, como herencia, el título de SIERVO INFIEL”.
Y… cuando murió el Marqués, según cuenta la leyenda, a la calle del hogar de su hijo, el vulgo la empezó a llamar “LA CALLE DEL SIERVO INFIEL”
Paráfrasis de una narración del Dr. Alberto Uruñuela en su libro "Las antiguas Calles de Orizaba"