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  • León de Dios

La Aldaba.


Detrás de esos enormes muros de piedra se esconden historias inimaginables, recuerdos, promesas, vidas y muertes. Lo imagino, aquí, viendo esos ventanales enormes, con sus barrotes y sus vidrios llenos de polvo. ¿Qué podrían decir esas puertas, si hablaran? Esas aldabas, ¿Cuántas manos las habrán tocado?, Me hubiera gustado vivir hace doscientos años, aquí. Me sorprende, a menudo, cómo pudieron aguantar tanto tiempo esas casas, cuántos inquilinos las moraron, cuantas familias las heredaron; quién vivirá ahí, por qué, desde hace cuánto, hasta cuándo...

La tarde lluviosa dejó la calle vacía, al momento en que Gregorio corrió a refugiarse de la tormenta. Miraba el cielo y sentía miedo, cada relámpago le hacía temblar las piernas; desde su infancia a lo que más le temió fue a los truenos. En tres minutos la calle se había convertido en un río, y parecía un desierto, cubierto todo de un aire limpio que la lluvia renovaba cada día. En la banqueta, Gregorio, bien trepado al umbral de una puerta enorme, veía la lluvia que parecía no tener fin. Su mente volaba entre las nubes y los vientos de aquél valle indómito y compasivo; no quería que la lluvia parara, tan sólo para poder seguir disfrutando de aquella paz que trae consigo. En medio de todos sus pensamientos, Gregorio, vislumbró enfrente del callejón zigzagueante la figura de una mujer, dentro de una enorme y vieja casa antigua, despintada por el tiempo y matizada por el polvo y la herrumbre, una puerta de maderas cuasi podridas y aldabas deformadas y achatadas, el techo de tejas que parecían prehistóricas, y los ventanales sin color; se sorprendió de pensar que alguien pudiera vivir ahí, y pensó que había sido sólo su locuaz imaginación. A poco la lluvia empezaba a ceder, y la creciente del río callejero disminuía; Gregorio se disponía a irse, al instante que vio de nuevo la figura de aquélla misteriosa y fantasmal mujer de ensueño, el corazón le dio un vuelco, y de no ser que la claridad de la tarde lo iluminaba todo, hubiera gritado del susto. Pensó que esas visiones sólo ocurrían por la noche, y sólo a los capacitados para verlas, pero jamás a él, de vida tan rutinaria y no muy soñadora. Los ojos brillantes y felinos de la mujer se cruzaron con los de Gregorio, un cabello hirsuto y largo y una piel que perdía el color al mirarse la fosforescencia de los ojos, por la silueta se veía una mujer joven y alta; gran intriga inundo a Gregorio, y espero no muy paciente a que la dama misteriosa se asomara de nuevo, pero todo fue en vano. Se fue, inquieto por la visión, pero muy tranquilo por la lluvia que había limpiado su alma como limpio esas calles y jardines de la ciudad, que aún guardaba en sus calles el inevitable lazo con su pasado.

Gregorio reconocía bien un rostro. Al llegar a su casa, miró fijamente a su familia, uno por uno, y los veía todos iguales, gente noble, trabajadora, buena, humilde y de gran energía; sus rostros eran parecidos, pero no sólo en la fisionomía, sino en el semblante, en lo que reflejaban. Pensó y recordó que casi todos los rostros que conocía eran así; en este lugar de Dios la gente es siempre muy valiente y sus ojos lo reflejan; también había muchos rostros diferentes, sombríos, desesperantes, holgazanes e ignorantes, completamente enajenados de la realidad. Los clasificó. Pero aquélla mirada de la mujer misteriosa le era completamente ignota, no la relacionaba con ninguna, era inefable. Más raro aún le parecía el hecho de haberla visto ahí, en esa casa antiquísima, como muchas había en el centro de la ciudad, y casi todas con letreros de "Se vende", pero esa no. Esa casa estaba completamente abandonada, ni una muestra de arreglo reciente, ningún indicio de algún dueño que la conservara como reliquia, más bien era una casa común, como lo fue, de seguro, hace cien o más años. En estos pensamientos vagos se encontraba Gregorio, cuando lo llamaron al teléfono.

—¿Bueno?

—¿Gregorio León?

—Él habla.

—Hablo del Ayuntamiento, quería informarle que su solicitud ha sido aceptada, ¿Cuándo podrá presentarse para una entrevista?

—Mañana mismo.

—Muy bien, joven León, lo esperamos nueve y media, en la oficina de fomento al empleo. Gracias.

Ya chingué, pensó, tengo trabajo. Lo andaba buscando desde hacía tres meses, casi había llegado a la desesperación de sentirse inútil, y, a pesar de estar en su casa, se sentía una carga, no imaginaba que estudiar fuera de gran ayuda a su hogar, que mucho le hacía falta el trabajo, no creía que ayudar a su padre en la panadería fuese suficiente. Su familia era de clase media baja, su padre, don León, un carpintero de antaño, vivía rendido al trabajo, y, desde hacía cuatro años había dejado la carpintería para meterse a panadero. "¡La carpintería, vaya oficio, sólo a un loco se lo ocurriría seguir trabajando de eso!" La había dejado por las escasez de trabajo, desde que vendían muebles en las tiendas comerciales se había ido a la baja la demanda de producción del ebanista."¡Gente imbécil, farfullaba, cómo no ayudan a sus compatriotas!". Su madre, doña Adelaida, la mujer más trabajadora y sumisa del mundo, —una santa, decía siempre Gregorio—, se dedicaba desde el alba a su hogar, que, aunque no era muy grande, necesitaba mucho que hacer; ayudaba en la panadería a don León, y cuidaba a sus hijos, enseñábales a leer, a sumar, y les preparaba sus mejores platillos, para su mayor "rendición escolar". Sus hijos gustaban de oír las anécdotas de su infancia."Cuando éramos niños, como éramos muy pobres, no teníamos ni pa' comer, y mi mamá, que en paz descanse, nos llevaba a dar gracias a la Divina Providencia, y yo le decía: <<Mamá, pero si no tenemos ni pa' comer, ¿Qué le vamos a dar gracias?>> y ella me regañaba: <<Pendeja, pues pa' qué tienes el trabajo.>>" Y grandes risas daban todos, hasta ella. El antiguo taller de carpintería, arreglado con ayuda de toda la familia, fue renovado y convertido en la "Panadería León".

—Pues ora a ver qué dice Dios—le dijo don León a su esposa, el día que abrieron la panadería.

Así son las familias aquí, sólo pueden fiarse de Dios, y de su trabajo, todo con su esfuerzo, todo con su sufrimiento, siempre unidas, apoyándose en la desgracia, gran ejemplo de grandeza y honestidad; alma de la sociedad, esencia de México, Fuerza del mundo.

Miércoles fue el día de la entrevista de Gregorio. Despertó muy temprano, y puntual llegó a la cita. Había dejado solicitud para entrar a la sección de turismo; ¡Cómo deseaba trabajar en el Palacio de Hierro, o en el Archivo Municipal, o aunque sea en los recorridos nocturnos, en el antiguo patio de San José! La verdad es que amaba los lugares históricos de la ciudad. Se detenía siempre a admirar la belleza de las iglesias, la parsimonia de los puentes, leía y releía las placas puestas en los tiempos de sus construcciones "SE HIZO ESTE PVENTE ACOSTA DE EL VECINDARIO DEESTA VILLA AÑO 1776" . Lo recibió un empleado, tenía el aspecto de ser nervioso en exceso, temblaban sus manos al caminar, y volteaba a cada paso que daba.

—Pase, joven, aquí le entrevistarán.

Entró a una oficina pequeña. La mañana estaba radiante, el viento revolvía las hojas de los arbustos y hondeaba majestuosa la bandera, puesta en medio del edificio municipal. Estaba un poco nervioso, nunca había tenido una entrevista de trabajo. Un hombre lo llamó, y lo hizo pasar a su cubículo.

—Bien, León, veamos—le decía mientras hojeaba una carpeta que tenía en el escritorio, como buscando algo—, aquí está. Tenemos un trabajo temporal.

—Yo dejé solicitud en la sección de turismo...

—Por el momento no tenemos vacantes; ¿Le interesa un trabajo temporal? Es lo único que podemos ofrecerle hoy día.

Vaciló un momento y respondió.

—Sí.

—Muy bien. El gobierno del Estado realizará este mes un censo de población a nivel estatal, y necesitamos gente que vaya de casa en casa, haciendo una pequeña entrevista a los moradores. Es un trabajo simple, pero te sacas tu buen dinerito.

—Me imagino...

—Sí. Pues bien, como es el primero al que llamo, le otorgo la zona centro, muy extensa, pero la más bonita, sin duda.

—Se lo agradezco. ¿Cuándo empiezo...?

—El próximo lunes. Recibirá un pequeño curso de capacitación, y ese mismo día saldrá. Ocho de la mañana, León.

—Muchas gracias. Nos vemos el lunes.

Salió un poco contrariado, pero sin duda tranquilo, hacia tanta falta el trabajo que lo agradecía aunque no fuera lo que quería.

Al salir de la entrevista, Gregorio dio un paseo por las calles del centro, para calmar sus miedos, el hermoso y sin igual centro histórico hacía viajar tanto su imaginación, que le persuadía todos los horrores de la vida cotidiana. Pasó frente a la casa de la mujer aquélla, y suspiró: "no te olvido".

Gregorio pasó a la iglesia a dar gracias a Dios por su trabajo. Era costumbre en su familia, y él, más por convicción que por costumbre lo hizo; La Catedral era el templo predilecto del mancebo. La gente se reunía antes de entrar a sus trabajos en el Santísimo, oraban cinco minutos y se retiraban a sus jornadas.

Ahí estaba Gregorio, sentado en una banca, dando gracias, pidiendo, recordando, deseando, jugando con el futuro en su mente... "En sólo dos años..." "Una hermosa mujer..." "Un buen trabajo..." Tenía el corazón amontonado de anhelos.

El lunes—día de trabajo, de prisa, de agitación y vehemencia, de alegría para el trabajador y furia para el perezoso, gratitud para el pobre, dicha para el rico, recompensa para el indígena, ganancia para el aristócrata, de atención para Dios— Gregorio fue a su esperado trabajo. Tenía muchas ansias y fue el primero en llegar. Recibió el curso con más gracia que diligencia, el impartidor era un señor de baja estatura, calvo, y con voz chillona, que no hacía más que decir "Traten bien a la gente, trátenla bien". A las nueve de la mañana, Gregorio salió con su gafete, su mariconera, y una lista, para registrar sus observaciones. Se paseó un momento, antes de decidir por dónde empezar, y, al fin, luego de un último rato de ocio, comenzó el trabajo con el que daría un gran cambio su vida, como ya lo veremos.

Puerta por puerta, el mancebo iba conociendo cada vez gente más diversa, allá una señora que era de descendencia francesa, aquí un señor con aire de pueblo, millonario de haber vendido todos sus terrenos, en otro lado gente de renombrado apellido que habían quedado en bancarrota; un diverso mundo de gente de todos los rincones, aunados aquí, en la milenaria Ahauializapan, en la próspera Pluviosilla, en la carente Orizaba, en la mágica Nuestra Señora de los Puentes. Una que otra vez, gente hospitalaria brindaba un vaso de agua a Gregorio, consientes de la gran caminata que recorría el mancebo, bajo el sol pesado y la reverberación insoportable. Se sintió identificado con los comerciantes indígenas, que andaban cargando sus pesados ajuares para venderlos, y se veía en cada uno de ellos.

Imaginaba a sus abuelos o sus tatarabuelos así, idénticos a esas personas infortunas. Frente a una ventana, veía su piel morena, lisa, limpia, sus cabellos lacios peinados para atrás, recordaba el buen trato de la gente hacía él, las miradas de las mujeres coquetas, la amabilidad que recibía; y sentía gran pesar de saber que los comerciantes no corrían con la misma suerte.

Mientras caminaba y tocaba puertas, Gregorio León pensaba en su familia, en lo difícil que había sido para ellos prosperar, y en la gran labor diaria: trabajar. Gran contento y alivio recibía de saber que la panadería iba viento en popa, gracias a ello, pudieron solventar más gastos y hasta fue menester contratar dos empleados para la mejor atención. Recordaba las privaciones de su infancia, todo lo que nunca tuvo, y reconocía que a pesar de eso siempre había sido un niño feliz. Las palabras tranquilizantes de su madre eran su único alivio de la presión que tenía por su familia. Le acariciaba la cabeza y le decía:

—Hijo, no te exaltes, a nosotros Dios nos ayuda, por eso tú aprovecha lo que tienes y no seas perezoso. Busca una buena mujer y estudia, para que tus hijos no tengan las mismas carencias..."

Orgullo sentía de esa familia que le había tocado. Y, con un poco de vanagloria, se enorgullecía de sí mismo; de ser productivo, de ayudar en su hogar, de no ser un "gasto más", así había etiquetado a muchos adolescentes que conocía, de igual nivel socioeconómico que él, que no ayudaban a sus padres, que sólo estiraban la mano, que fingían ser algo que a leguas se veía que no eran. <<Cuando sea grande, ¡Ya lo verán mis padres! les pondré su casa, una casita para ellos solos, un carro a mi papá, un jardín como el que siempre quiso mi mamá, donde recibirán a sus nietos, y a su nuera, alguna mujer de buena familia y hermosa; sí, como lo merezco>>. Estos pensamientos hacían notar en el mancebo su poca experiencia y su mucho divagar en terrenos irreales, que ciertamente tenían su base en la realidad.

Aquí llegamos a un punto que nos hace pensar, ¿Y la misteriosa mujer? Pues ahí es adónde vamos, porque era menester describir bien la vida de Gregorio, el protagonista de esta pequeña pero significativa historia, que engloba más realidad que fantasía, hasta este punto.

Llegó el momento en que Gregorio empezó a sentirse cansado. Cuando vio la casa café, con el color muy desgastado; ubicada en el corazón de la ciudad: uno de tantos callejones de nombre escandaloso. La casa de la mujer. Tenía que pasar a la casa de la mujer, era parte de su trabajo, se acercó, dudó un instante si de verdad alguien viviría ahí, al final se puso frente a frente, se sentía tan mortal al lado de esa casa tan Inmortal. Su mano tocó la arcaica aldaba, y al momento un viento erróneo sopló sobré él hojas y pelusas vagas. Estaba helada, llena de polvo; al contacto de la mano del hijo del panadero se desprendió de ella un aire color verde: era el tiempo que se había acumulado en ella, el tiempo que nadie la había tocado. Dio tres golpes que desprendieron una onda sonora grave y metálica, que produjo un eco recalcitrante. Nadie salió. Volvió a tocar con una insistencia diligente. — La tarde iba anunciando una tormenta típica— Y la puerta se abrió, pero de ella no salió nadie. Gregorio caviló un instante, casi asustado, y asomó su cabeza.

Una oscuridad antigua vivía ahí dentro; rumores y ecos de pasados años aún paseaban vagamente, casi extinguidos, por los rincones de la vetusta casa. Gregorio, que para ese entonces había imaginado tantas cosas, entró por completo, olvidado de su trabajo, y, como hechizado por una fuerza axiomática; la puerta se cerró rechinando fríamente.

— ¿Bue...nas tardes...?—Preguntó por inercia.

No había espacio para un eco más en esa casa. Gregorio prendió su encendedor y al instante todo se iluminó, ¡Tanta falta hacia la luz, que, con una sola llamarada tenue todo resplandeció!. Frente a él, toda clase de muebles y objetos anacrónicos, sala, comedor, candelabros, lámparas de petróleo, repisas y cuadros en las paredes. En una pared a un costado, un enorme librero brillaba, lleno de libros y polvo, Gregorio se acercó a ver de cerca los libros, y leyó algunos títulos “Don Quijote de La Mancha” “La Guerra y la Paz” “La Ilíada” “La Cartuja de Parma”, también había títulos en francés “Le Père Goriot” “Eugénie Grandet” “La Cousine Bette” Gregorio, que no conocía los usos y costumbres de los pasados años, se maravilló al ver todas esas cosas; veía cada uno de los muebles, y los identificaba con los que había hecho su padre en tiempos de la carpintería. Esos eran de mejor calidad, no había que conocer la época para saberlo, lo cual hacia deducir al mancebo que aquella casa era, o fue de alguna familia aristocrática de la época. Fascinado por ese pasado hallado, caminó unos pasos vacilantes, deteniéndose cada segundo, temeroso de no saber qué habría, para hallar algo, o alguien. Un gato cruzó por las piernas del joven, y éste, de un brinco, saltó al otro lado de una puerta, que estaba derruida por las polillas. Tampoco en esa habitación había alguien. Al regresar a la pieza principal, Gregorio se acercó a un candelabro en el comedor principal, con seis velas a medio derretir, la mecha aún servible, como si recientemente la hubiesen prendido; encendió las velas y, con eso y la poca luz que recibía la casa desde afuera, fue suficiente para permitirle ver por completo. Encontró otra puerta, la cual no resistió abrir, y, al hacerlo, salió al patio.

En medio, impasible, una fuente con agua, donde nadaban pecezuelos transparentes; rodeada de arcos enormes, en los que las buganvilias se habían enrollado. El cielo tomaba un color amoratado, y livianas gotas de lluvia caían y se perdían en el piso de baldosas cuadradas. Al otro lado del patio, había más habitaciones, qué enorme era aquélla casa, por dentro tenía más espacio del que parecía por fuera.

—Hola... alguien...¿Me oyen...?

No recibía respuesta.

El aire que soplaba en esa casa estaba lleno de melancolías. Gregorio lo sentía en el fondo de sus pulmones. Cuando giró la perilla de la puerta, notó que tenía llave, pero no claudicó, la buscó por las macetas, debajo de una piedra, hasta que la encontró en un candelabro que colgaba triste a medio metro del suelo. Entró. Lo que vio fue indescriptible; en el interior de aquella pieza, volaban cientos de luciérnagas, centelleando con luces tenues; cuando avanzó, vio un enorme espejo oval con marco de bronce, un tanto sucio, pero se podía ver el reflejo claramente. Se miró y detrás de él todas las luciérnagas, provocando una ensoñación irreal. Encima del espejo había un adagio, grabado en una placa de metal;

Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas, Regumque turres, no tenía idea de lo que significaba, pero sabía que era latín. Al lado del espejo, un ropero hermoso, con tres pequeños espejos en cada puerta, que, reflejaban de manera diferente al primer espejo, al espejo oval. Una cama de cobre, con un mosquitero enrollado. Estaba cubierta de polvo, como si nadie la hubiera ocupado en años. Gregorio imaginó que alguien había muerto ahí, por eso no la había ocupado. Por un momento ideó la escena de un velorio, y sintió la presencia de gente al lado de él, al rededor de la cama; rodeados de luciérnagas.

Ese mundo de la casa, tan quimérico e irreal, había hecho comprender a Gregorio los años que habían pasado, desde la fundación de ella, desde la construcción, hasta ese momento, donde sólo él percibía los ruidos de todos sus habitantes, y el susurro de la última en habitar esa casa; la mujer, que moraba ahí, y que todos los pasos de Gregorio había seguido, no tan asustada como maravillada.

La noche había cubierto todo en segundos. La oscuridad inundaba el transcurrir del día; bajaba por el cerro y se sumergía en el río pedregoso, rellenaba los puentes, y, al fin, tocaba, debería decir, rosaba las casas volviéndolas de otro color. Todo aquello, pasivamente contraatacado por las luces de las lámparas callejeras, que dan a la ciudad un aire antíguo, contradiciendo a la modernidad de las luces.

Gregorio se sentó en la fuente, para comprender que tenía que irse. No quería, sin explicarse por qué, había encontrado una paz interior, muy similar a la de la infancia, en esa casa, donde no había problemas, sólo un pesado y delirante aire solitario y melancólico, que limpiaba las preocupaciones.

En una silla de madera, sin ningún aire de elegancia ni adorno, la mujer sentada miraba la fuente donde estaba sentado Gregorio. Él la vio, cuando se puso de pie e iba a retirarse; la piel se le erizo, y sintió un miedo enervante; se quedó inmóvil. Cuando reaccionó, la mujer se había puesto de pie, pero aún era imposible ver completamente sus facciones, sólo se veía su vestido, un vestido simple, gris, que le llegaba a las rodillas. Ambos de pie, casi en frente uno del otro, caminaron sincronizadamente, para encontrarse—la luna se asomaba de hito en hito entre las nubes, y su luz era recalcitrante, las luciérnagas poblaban el patio, y su luz insistente se confundía con los ojos de los gatos—, al estar frente a frente, Gregorio miró a la mujer en todo su esplendor. Atónito quedaba él con esa faz tan incierta, que parecía un sueño nostálgico, no que una mujer real. Una doncella joven, no pasaría los veinte años, su cabello largo y ensortijado llegaba a sus caderas, coronado por una buganvilias un tanto marchitas, tenía una mirada cuestionable, tímida, firme y curiosa, sus ojos color verde vibraban a cada palpitar. Su piel era de dos colores, blanca y ligeramente morena; formaban irregularidades en su piel. Tenía vitíligo. Gregorio no recordaba que hubiera una enfermedad llamada así, y que no era, aquélla mujer, una ilusión más de aquélla casa. Las manos de la doncella, suaves y jóvenes, limpias, nuevas, bicolores, sostenían un rosario de madera. Gregorio no dudó en afirmar que era la mujer más hermosa que había visto en su vida, y no dudaba que fuera la más hermosa del mundo. Un aura de dientes de león y luciérnagas la rodeaban, como guardando su hermosura. Lo miró. Él sentía su mirada como si fuese una caricia, tenue, suave, conmovedora.

—Hola...—habló al fin la mujer, su voz era somnolienta y parsimoniosa, como el canto de una calandria—¿Quién eres...?

—Me llamo Gregorio, vine aquí a...,¿usted vive sola?

—Sí..., Gregorio...así se llamaba mi padre...

—¿Dónde está?, Estoy haciendo un censo, de parte del gobierno estatal.

—No está...no hay nadie aquí... sólo yo.

—¿Dónde están?

—Ya no viven... la muerte ha hecho lo suyo... sólo quedan sus recuerdos vagando por ahí...

La virgen miraba al vacío mientras hablaba. Gregorio no sabía si finalizar o proseguir la encuesta; aunque no tenía sentido, pues la libreta donde hacía sus anotaciones se había quedado en la casa.

Prosiguió.

—Quiero pedir disculpas por entrar sin pedir permiso, la puerta estaba abierta y pensé que...

La mujer lo interrumpió.

—No es problema... muchos seres entran aquí sin permiso..., incluso no sé si yo tenga permiso de estar aquí...

—¿Esta casa es de usted?

—Es...desde que nací vivo aquí, pero mía no lo sé... mi padre la ganó en un juego...hace ya muchos siglos...pero aquí la habitan recuerdos más fuertes que mi propia alma...

Gregorio no entendía el sentido del tiempo en que vivía la mujer, y sus palabras eran cada vez más lejanas.

—¿Desde cuándo vive usted sin sus padres?

—Toda la vida... mi madre murió cuando yo nací...y mi padre antes de mi nacimiento...

—¿Y cómo hubo sobrevivido siendo una recién nacida...?—La fantasía se adueñaba de su cabeza.

—Remedios...Mi nana Remedios...Estuvo conmigo hasta su muerte...Hace cuatro años...

—¿Ha salido a la calle—la pregunta le pareció tonta y repuso de inmediato—, sale usted seguido a la calle?

—No es menester... Allá hay un mundo incierto...todo lo que necesito está aquí...

—¿Ni una sola vez?

—Cuando niña salí una vez... con mi nana Remedios...me llevó a la plaza...la gente me veía..., sus ojos recorrían todo mi rostro...No lo volví a hacer.

—Usted es hermosa; seguro por eso la veían.

—No... la mirada reconocedora de la belleza aguarda hasta memorizar un rostro...la mirada de que reconoce la rareza, lo compara con lo normal...y rechaza...

Asombro recibía Gregorio León de las razones de la doncella. Tanto tiempo de soledad y tantos murmullos convivían con ella, que había viajado por todos los páramos del pensamiento.

—Hace frío—dijo él.

—Sí... las noches son frías...

Detrás de la mujer caminaban sombras que anunciaban que la noche era un hecho irreversible. El mancebo ¡se sintió atrapado, no podía, ni quería moverse; el sentido común había sido derrotado por el sueño. Hipnotizado por la doncella, había olvidado todo: que tenía que haber regresado al Ayuntamiento, que tenía que estar a buena hora en su hogar, que tenía tarea por hacer. Aún frente a él, la mujer parecía hacerse más y más hermosa e incierta.

—Es tarde...es peligrosa la calle...

—Sí. De...debo retirarme.

—Así es... Pero antes...una pregunta solamente...

—Desde luego, señorita...¿Cuál es su nombre?

—Esther...

—Esther.

—¿Cuánto tiempo dura un recuerdo allá afuera?

—Hay recuerdos que duran segundos, se olvidan al instante. Hay recuerdos que ni siquiera los años quitan de la memoria. Hay recuerdos pasan generación tras generación.

—Ah..ya veo...los recuerdos en esta casa llevan viviendo doscientos veinte años...nunca se irán...son parte de estos muros, de estas baldosas...del agua de esa fuente...Soy yo...el recuerdo más viejo de esta casa...

La imagen de la mujer comenzaba a difuminarse, como si se desmoronara; Gregorio avanzó hacia ella y la tocó para asegurarse que era real. Su vestido rozó las yemas de los dedos del mancebo, la doncella retrocedía lentamente, perdiéndose entre los arcos, bajo los cuales reinaba una oscuridad sepulcral y donde ni siquiera las luciérnagas podían brillar.

—Llegó la hora de que se vaya... si no quiero quedarse aquí para siempre...

—¿Esther? ¡Esther!

Las voces se apagaron en el patio. Por un momento la luna quedó al descubierto; Gregorio producía una sombra exacta en las baldosas. Corrió hacia la pieza principal, por donde había entrado; con los ojos cerrados, tropezando y evitando retroceder ni un momento. Al entrar al salón, encendió su encendedor para hallar la salida, y vio la casa impecablemente limpia, al contrario de cómo había estado por la tarde, cuando entró. Tomó su lista que había permanecido en la mesa y avanzó hacia la puerta; giró la gran perilla y al momento un hondo sonido salió de la casa. Gregorio salió azotando la puerta, y se fue corriendo, en dirección opuesta a su hogar. La Aldaba quedó golpeando la enorme puerta, como si alguien tocara para entrar.

La Catedral repicaba las doce de la noche. Gregorio se detuvo en el Paseo de los Naranjos, revisó sus papeles y que no le faltara nada. Cuando abrió su lista de observaciones, leyó escrito en letra cursiva y con pluma la siguiente leyenda:

la pálida muerte visita por igual la choza del pobre que el palacio del rey.

Ya en su casa su madre lo esperaba despierta para acompañarlo a cenar.

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