La Leyenda de Quetzalcóatl y la Montaña de La Estrella
Enraizadas en la más íntima raigambre de los pueblos con fibras de fantasía, de ambiciones no alcanzadas o de hechos comprobados por la Historia, se encuentran numerosas leyendas inspiradas por sus héroes o forjadas en torno a quienes, para bien o para mal, destacaron en un tiempo determinado
Los romanos primitivos inmortalizaron el mitológico reinado de Saturno, deidad que propició el aprendizaje de la agricultura y el cultivo de las ciencias y las artes, haciendo florecer en todo el Lacio la esplendorosa época llamada “Edad de Oro”.
Nuestros pueblos precolombinos, tan inclinados al misterio y a la expresión hierática, también forjaron una hermosa leyenda en torno a un extraño personaje que tiene sorprendente semejanza con el viejo dios romano.
Era un semidiós alto y fornido, de rubia cabellera y blonda barba espesa; de frente despejada y mirada bondadosa intensamente azul…Su nombre era QUETZALCOALT, que significa “Sierpe Armada de Plumas”
Se asentó en la antigua Tula, capital de los toltecas y por varios lustros rigió los destinos del imperio. Por su sabiduría y justicia; pero sobre todo por su gran bondad, fue entrañablemente amado por el pueblo.
Bajo su cetro de paz los toltecas conocieron las virtudes y el progreso: aprendieron a labrar los campos y a infundir soplos de vida en el oro y en la plata, en las piedras más valiosas y en la humilde arcilla.
En divina complacencia los dioses sonreían y su sonrisa convertida en frescas gotas cristalinas, hacía fructificar los surcos: las tiernas calabazas y las mazorcas de dorados granos eran tan grandes que un hombre no bastaba para izarlas; el algodón nacía ostentando ya los matices de la luz que se desgrana entre la lluvia formando el arco iris; los campos se vestían de flores estallando estrepitosamente en un festín de mariposas y aves multicolores que hacían vibrar el aire en eterna melodía de trinos y gorjeos.
Nada faltaba, pues, para que la poesía diera forma a la leyenda de este hombre extraordinario que, por su alta investidura, habitaba en palacios de oro, plata y esmeraldas.
Honrado con honores que sólo se tributaban a los dioses, su sombra bienhechora fue el cobijo de muchas generaciones, hasta que el impulso de una fuerza superior lo arrancó de Tula: el profeta aspiraba a la inmortalidad.
El falaz Tezcatlipoca, envidioso de sus triunfos, le ofreció un brebaje extraño que, tan pronto fue apurado por el héroe, le avivó un deseo irrefrenable de emigrar. Deseando ardientemente llegar hasta Tlapayan, imaginario país perdido en el misterio y la leyenda, se puso en marcha en compañía de sus discípulos, quienes obsequiaban al maestro con cariño reverente alegrando con músicas y bailes la monotonía del fatigoso viaje.
En camino hacia el oriente llegó el apóstol a Cholula. El eco de su fama y sus virtudes resonaba desde mucho tiempo atrás en las colinas y los valles de aquellas regiones apartadas; pero ahora, su presencia, encendió una hoguera de entusiasmo entre los cholultecas quienes, con cariño y devoción, lograron retener sus pasos ofreciéndole morada permanente. Por cuatro lustros gobernó el imperio como rey y sacerdote; y también en estas tierras derramó su ciencia y su justicia: el reino de Cholula debe a Quetzalcóatl el arte delicado de labrar la plata y también el crisol más humanitario en el que refundieron sus sanguinarios ritos religiosos.
Transcurridos los 20 años se puso en marcha nuevamente. Esta vez en compañía de sólo cuatro discípulos virtuosos. En su peregrinar errante llegaron los viajeros a un lugar amable de aguas cantarinas llamado Ahauializapan que significa precisamente eso: “Lugar de las Alegres Aguas” (la Orizaba actual)
La hermosura del paisaje y la benignidad del clima cautivaron al apóstol, quien decidió quedarse algunos días para resarcir las fuerzas. Después se encaminó hacia el Monte Ardiente del Poyautecahtl (hoy Pico de Orizaba); y rodeando la montaña se dirigió a Quetlachtlan (Cotaxtla). Desde este punto partió hacia Coatzacoalcos, en donde se embarcó en una canoa cuya popa ostentaba, como símbolo hierático, dos serpientes enlazadas. Enseguida el enigma lo envolvió otra vez en su negro manto porque, tan misteriosamente como tiempo atrás había llegado, se perdió para siempre en la inmensidad del mar…
Hasta aquí parece terminar la versión más difundida de este hermoso mito: sin embargo, la tradición, que es la historia no escrita, asevera que el sabio sacerdote se quedó en la hermosa Ahuilizapan hasta que cerró sus ojos bondadosos para siempre.
Las exequias fueron solemnes y fastuosas: envueltos en riquísimos ropajes y dentro de una urna de oro llevada en andas por cuatro sacerdotes, sus restos mortales se depositaron sobre la Montaña Ardiente. El padre bien amado llegó a las puertas de la inmortalidad ansiada con un doliente séquito, vestido regiamente y entre la llorosa multitud que avanzaba a media noche, en lenta procesión, bajo la vacilante luz de millares de candelas.
En la nevada cumbre se levantó una pira funeraria que convirtió en cenizas el cuerpo venerado. La multitud sumida en un silencio más profundo que la noche, presenciaba respetuosa el crepitar del fuego. De pronto, al despuntar el alba, las cenizas se elevaron a los cielos en forma de nube esplendorosa: el espíritu de Quetzalcóatl, convertido en quetzal o pavo sagrado, llegó hasta la mansión del Gran Espíritu entre la algarabía de millares de pájaros hermosos…Un instante después, el incipiente sol se oscureció y las tinieblas, en señal de duelo, se adueñaron de la tierra durante cuatro días y cuatro noches.
Cuando este tiempo transcurrió una tenue y difundida luz invadió nuevamente los contornos. En el lugar del funeral, sobre la montaña inmensa, los azorados y a vez maravillados ojos de los indios contemplaron una hermosa estrella azul.
Cuentan los ancianos que ese astro esplendoroso era la apoteosis del sabio Quetzalcóatl, que así anunciaba a los cuatro confines de la tierra, la ventura infinita de la inmortalidad alcanzada. Y es por esto que al Poyautepetl, en cuya cima descansa el astro misterioso, desde entonces se ha llamado CITLALTEPETL, esto es: Montaña de la Estrella.
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