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León de Dios

Como ella.


¿Se podrán borrar los pensamientos?, Eso pienso a veces, también pienso que, como cortarse el cabello o las uñas, también deberían poder cortarse los recuerdos. El tiempo cura todo, eso pasa siempre, pero no cura nunca un amor, porque no hay nada más fuerte que el amor, y no hay nada más insistente que un recuerdo bueno en la desgracia.

Hace tres años, aún me acuerdo, caminaba debajo de la lluvia a mitad de la calle, oía ladridos de perros lejanos, grillos sonámbulos y gatos chillando como niños; los rumores de la noche eran claros. Lo que más me ponía de frente la cruel realidad eran las casas llenas de mediocridad de la colonia, como si no fuera posible ser pobre y ser limpio, como si ellos mismos se pusieran el matiz de haraganes. Llegué a mi casa cansado, con ganas de dormir perpetuamente, tratando de borrar el pensamiento de todas las noches: mañana será lo mismo de hoy; será otro día sin ella. Y es que se había ido para siempre, me la habían quitado, se largó, la dejé; quién iba a saber qué pasó, lo único que dolía era que ya no estaba ahí esperándome paciente. Las noches eran el peor martirio, salían de las cuatro esquinas de mi casa mujeres hermosas, que, al verlas de frente, saltaban y gritaban groserías e injurias, se les botaban los ojos, lloraban, escupían espesas vizcocidades... Y yo, de un brinco saltaba de mi cama, prendía la luz titubeante y trataba de rezar, de leer, de pensar en la felicidad Divina de Dios; pero nada me quitaba de la mente esa imagen de ella, en cualquier otro lado, pero sin mí.

Desperté. Salí de la cama, caminando descalzo hasta el baño, me lavé la cara, tomé un vaso de agua y me fui. A seguir mi vida, a ignorar lo sucedido, con la mente siempre en otra cosa, cosa que se vuelve siempre ella, ella toda la vida, ella saliendo de aquella cima roja del cerro eterno, ella en la luna invisible de la mañana, ella en los vientos polvosos del norte...Tomé el primer camión al centro, pagué al chofer, que tenía cara de vivir más triste que yo. En el camino iba ideando una historia para mi futuro, y, caía en cuenta que cualquier posibilidad partía de ella, iba hacia ella. Pensé en otra cosa, ví el cielo, había cambiado, se había hecho más viejo de lo que fue ayer, parecía estar decepcionado de algo, quizá de la tierra ingrata que no lo deja ser. Un cuervo se paró en mi ventana que estaba cerrada, tocó con su pico y se fue. Atrás de mí se sentía alguien, rascándome la espalda con su mirada, debía de ser un viejo que me ve como a un malandro ¿parezco uno?...

Saliendo del trabajo me decidí a verla de nuevo, quizá por última vez, quizá decidido a olvidarme de ella, al saber que ella ya me olvidó, si es que tiene permitido olvidarme. Hubo un accidente en la calle, que retrasa al tránsito y enfada a las personas, yo doy gracias porque sin eso no transcurriría más lento el tiempo. Creo que me vuelvo loco, pero, luego imagino que eso piensa todo el mundo cuando se siente solo, solo con un recuerdo en la mente que nada tiene que hacer revolviéndose con la realidad. Y ahí me doy cuenta cuán hermosa es la realidad y cuán tirana es la mente; nos hace esclavos, sirvientes, después de haber sido los reyes y jefes de su existencia, a veces inútil, y siempre inevitable. Un par de niños juegan en la calle, con un ratón; lo aplastan, lo levantan de la cola y lo avientan lejos a ver si ya se muere y deja de huir.

Llegué a su... no sabía si era su casa, no sabía si vivía ahí, pero ahí la dejaba siempre. Esperando que pasara por ahí, tenía que pasar por ahí. Sí. Ahí venía, se detuvo. Me vió. Quiso regresar, pero supo que sería lo mismo que quedarse, y peor que venir hacia mí. Lloró. No podía creer que yo estuviera ahí, que hubiera pasado tanto tiempo; tres años, creo, no sé, ya no llevaba la cuenta del tiempo, porque nada importante había pasado en mi vida, y el único hito que tenía era la muerte de mi gato. Caminé hacia ella, cerré los ojos para evitar las lágrimas; unos gritos se oían detrás mío. Le tomé la mano, le besé el cuello, sí era ella; no se movía, no me rechazaba, no me correspondía: sólo lloraba. Sentí su indiferencia peor que si me hubiera rechazado, tenía la mirada blanca, inexpresiva, borrosa... Al fin habló, me preguntó por qué, por qué ese día, por qué ese año, y también, aunque no haya querido, por qué no antes.

El camino de regreso siempre es el más pesado. Necesitaba pensar, y ese camino no me alcanzaba para hacerlo, bien me serviría caminar toda mi vida, pero de nada sirve tener el pensamiento perfecto si no sirve de algo en la vida. Su voz es la voz de mi subconsciente, la he adoptado, la he críado y enseñado a ser mía, aunque no lo quiera. Dentro de mi mente existe un país dónde soy el presidente, o, a veces, el dictador. Así lo ordeno, y así será siempre. Me detengo un momento y los pensamientos se escapan de mi mente como vapor: debí quedarme con ella. Mas bien sé yo que eso hubiera sido imposible, más bien una pérdida de tiempo, luego pienso ¿y qué? si todo mi tiempo lo ocupo para ella. No. Ahora ella no volvería a ser mía jamás, ni siquiera en mi mente, mucho menos en mi cuerpo, ya casi no reconocía ni recordaba cómo era su cuerpo, cómo éramos cuerpo juntos. Me negaba a aceptar su existencia —no sabía si lejos de mí, no sabia dónde estaba; pero nunca la había sentido tan cerca de mí, tan fuerte— en otro lugar que no fuera mi lado.Al rededor de mi sólo sentía la tristeza, como si fuera parte del aire, y eso me parecía demasiado injusto, las cosas se vuelven feas cuando se es infeliz.

La culpé, la odié, la deseé una vez más. Quise que por un momento mi vida fuese la que yo quiero: Ella. No quiero nada, sólo lo que me hace falta. No noto lo que tengo, sólo lo que quiero tener, esa es mi desgracia; vivir condenado a perder sólo lo que amo. Necesité más de un tercio de mi vida para darme cuenta de eso.

No supe en qué momento cayó la noche, pero al parecer ya estaba muy entrada pues los ruidos eran casi desconocidos: sirenas de ambulancias lejanísimas, llantos de mujeres... ¿En qué momento llegué hasta acá? Paréceme que han transcurrido diez minutos o dos horas; el tiempo no se mide en segundos cuando se espera algo, y menos cuando no hay esperanza en la espera...

El día había amanecido gris, lluvioso, melancólico; esta ciudad se adapta a los cambios de ánimo del corazón. Los sueños se paseaban por mi cuarto, pienso que los sueños no son sólo anhelos del futuro, sino también recuerdos del pasado. Las horas de sueño me volvieron también el deseo de no morir,— dormir es un buen remedio contra la soledad—sí, no quería morir, aún cuando eso fuera únicamente la posibilidad de estar con ella, de ver su belleza por última vez y eternamente, pero no, eso no querría Dios, por eso se la había llevado de este mundo, porque nadie nunca ha merecido tan grande milagro como ella.

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